lunes, 19 de marzo de 2018

A mi abuela


Mi mayor tesoro siempre han sido los recuerdos, especialmente los de mi infancia. Todos ellos están llenos de color, de arte y alegría. Están ambientados en mi pueblo, llenos de encuentros familiares y de amigos, impregnados en los olores que salían de la cocina. Aquella cocina donde siempre estaba ella, en su traje floreado y sus sandalias de Ca´ Elvirita (seguramente). Lo mejor de mi niñez fue mi abuela Angelina. En cada fiesta ella estaba sentada, disfrutando de la comida y la compañía. Riendo y, como diría ella “alegando” con su prima Irene, su hermana Carmela, o con quien fuera. Yo era feliz de saberla allí, y siempre que podía le hacía el gusto. Si abuela quería un platito más, Irene se lo llevaba. Todo porque fuera tan feliz como yo de estar allí. Sentía algo en mi interior, como un vaso que se llena cuando mi abuela me decía en esas fiestas que si me quería quedar con ella por la noche -Víctor te compra una pizza en Cachitos- decía para terminar de convencerme.  Aquella noche veríamos juntas algo en la tele, nos reiríamos de alguna gracia y luego yo rezaría por conservarla a ella y mi familia para siempre.



   Yo diría el lugar favorito de mi abuela era su cocina. Allí era donde ella creaba la magia que hoy nos envuelve a todos sus hijos y nietos. Sus albóndigas eran tan escandalosamente deliciosas, que no existe aún persona que haya logrado igualarlas. Ella era bien conocedora de mi amor por ellas y por eso siempre me llamaba a casa: - Erene, ¿tú quieres venir a comer hoy aquí que hice albóndigas? Aquello era como que me tocara la lotería. Por no hablar de aquellas tardes de domingo y Cine de Barrio, en que todos los primos estábamos en casa y ella nos preparaba sus bocadillos calientes, o sus pizzas caseras. Hasta algo tan nimio como un plato de papas fritas era una poción de amor que me llenaba el alma.  Cada Noche Buena, aquella cocina era un hervidero: calderos enormes con sopa de mariscos, mis tios Luis y Paco y Angelinita, por supuesto, preparando solomillo, langostinos, mayonesa. ¡Qué olores salían de aquella cocina! Todo el mundo lo dice, pero lo que no saben es que en realidad mi abuela sí era la mejor cocinera del mundo.

   Cada noche, ella se prepararía su agüita guisada antes de ir a dormir y se la pondría en la mesa de noche. Leería su rosario y encendería la radio. Cuando era una niña, veía la alcoba de mi abuela como algo sagrado. Era la habitación más luminosa de la casa. Del cabecero de su cama colgaban varios rosarios y sobre su mesa de coser había enmarcada una fotografía de Carmen Sevilla. Algunas semanas le traían la urna con la imagen de la virgen y ella la ponía sobre su tocador. Aquello dignificaba aún más aquel lugar al que iba a hurtadillas a abrir las puertas de la urna y echarle unas monedillas a la virgen. Una noche mi abuela me dejó dormir con ella, lo cual era a la vez bueno y malo. Era bueno porque dormía bajo su protección, pero malo porque si me movía mucho me echaba la bronca, así que me mantenía recta como una vela. Sin embargo, algo peor ocurrió. Me hice pis en su cama. -Jiesúh, mi niña- diría ella. Me pasé toda la noche despierta, tratando de secar con mi propio cuerpo aquel desastre. Evidentemente, sin éxito. Así que aproveché la costumbre de mi abuela de madrugar para quedarme remoloneando en su cama hasta que mi madre apareciera y me ayudara a darle la vuelta al colchón sin que Angelinita se diera cuenta. Dios me perdone la mentira, abuela. 

   No puedo evitar asociar a mi abuela con aquella casa en la Calle Castelar. Por las mañanas, temprano, escuchábamos sus pasos por el largo pasillo. Se aproximaba a la habitación y abría las cortinas sin miramientos. “Niñas, levántense pa´ que vayan a comprar el pan”, dejando prácticamente la talega encima de la cama; o “niñas, levántense que son las nueve y media”, siendo en realidad las ocho y cuarto. Y tras una pelea en la que siempre me ganaba mi hermana o mi prima, iba yo -talega en mano- a la panadería Felipe Alonso a comprar diez panes. La casa de mi abuela era el lugar más vivo de la tierra en mi niñez. Desayunábamos pan con mantequilla y leche con Cola Cao, mientras veíamos a Leticia Sabater haciendo estiramientos en La2, en la tele pequeña sobre la nevera. Mi abuela ya andaba trajinando en la cocina, entre calderos, ajos y cebollas. Mi tío Paco aparecería y le pediríamos que nos enseñase la “papa”, o lo que viene a ser sus bíceps de luchador y nos quedaríamos todos impresionados. A la hora de comer, allí estaríamos de nuevo, sentados a la mesa hablando y quejándonos porque, como siempre -abuela, a Bea siempre le pones más, -tienen todas lo mismo, pónganse a comer y estense callaítas. Por supuesto, después de comer había que fregar Y SECAR los platos y cubiertos. Eso era un ritual diario casi tan sagrado como su alcoba. Por la tarde, aparecería la prima Irene, o su amiga Emilia y se echarían todas unas risas en el salón. Además, si era jueves mi abuela me mandaría a comprarle la revista a la tienda de la alcantarilla -y tráeme también un paquete de papas de las que me gustan a mí…- decía ella.  



   Me gustaba cuando se vestía con uno de sus trajes de colores y se pintaba los labios de rojo por la mañana los domingos para ir a misa. Y luego volvía, y hacía algún queque, o truchas.  Si no podía ir personalmente, ella nunca faltaba a su cita y se pegaba toda la mañana con la Misa de La2, mientras los nietos refunfuñábamos porque no podíamos ver los dibujos.  

   Otro rincón especial de la casa era el salón. Parece mentira que una habitación tan pequeña fuera el lugar donde pasaron tantas cosas. La tele, por supuesto, presidía la sala. Mi abuela siempre fue buena de oído y le bastaba con poner el volumen al dos. Pero hay que reconocer que era considerada y cuando le pedías que, por Dios, lo subiera un poco, ella le daba una raya más de voz. En aquel salón nos reuníamos todos para gritar “GOL” cuando el Barça marcaba, o para despedir el año juntos. El año que a Angelina le daba por reírse con las uvas, a punto estaba de atragantarse de las carcajadas. Cada día poníamos a prueba nuestra cultura viendo Alta Tensión, con Constantino Romero, los sábados se meaba de risa con Noche de Fiesta, y cada verano con El Gran Prix. Además, a mi abuela le encantaba Lluvia de Estrellas, así que yo a veces me montaba mi particular concierto en el que le cantaba “Si nos dejan, nos vamos a vivir a un mundo nuevo”. Me aplaudía las imitaciones de Carmen Sevilla y reía mis gracias, fomentando siempre la payasa que aún vive en mí.



   Cada sábado, Angelinita limpiaba la casa y abría las ventanas para que entrara la luz y el aire. Pero la luz ya estaba en la casa. Mi abuela iluminó mi infancia con su amor, con su risa y los momentos que compartimos. No existía un día en que no llamara a casa para preguntar qué habíamos comido ese día y contarnos lo que había comido ella.

   A veces, por cuestiones de la distancia, me cuesta creer que realmente ya no estarás allí cuando vuelva. Sentada en tu lado del sofá. En este corto período desde que te has ido, he construido una casa llena de tu esencia y tus recuerdos. Te imagino siempre cocinando mientras cantas alguna vieja canción, riendo y abrazándonos a todos los que somos sangre de tu sangre. Gracias abuela, por darme a mi madre en cuyos ojos y manos aun te encuentro. Gracias, porque todo el cariño y cuidado que nos diste fue tanto y tan sincero que nunca dejaremos de sentir tu calor. Gracias por tu fuerza, que mantuviste hasta el final. Gracias por ser parte eterna de mi persona y, sobre todo, ¡Gracias por  engrandecer mi existencia y quererme como soy, abuela!         

P.D. Hoy comí potaje de lentejas y una mandarina, pero no estaba tan rico como el tuyo. 


Irene Quintana